15 de agosto, aprovechando la festividad de la fecha de este
sábado, inicio la tan esperada quincena de vacaciones. Las maletas en el coche
cargadas de ilusión y ropa fresca, pues los días han ido subiendo la temperatura
hasta hacerla propia de la época veraniega en la que nos encontramos y el depósito
lleno. Partimos rumbo a la búsqueda de esa ansiada brisa marina, que en los
lugares propios del litoral, nos acaricia con suavidad el rostro y se respira. He
escogido una hora temprana para realizar el desplazamiento, pues de sobra es
conocida la tremenda movilidad que se produce en estas fechas y la coincidencia
del final de quincena y principio de otra nueva, no es precisamente un buen
presagio de relajada y fluida circulación. Tras dos horas de camino, me detengo
a tomar un reconfortante café y una suculenta tostada en el habitual bar de carretera en el que sé que ponen las mejores de la zona, con un pan extraordinario, de ese pan que nos recuerda a una feliz infancia, de aquel llamado, “pan de pueblo”. Al complementarla con aceite de oliva virgen extra, tomate rallado y una buena loncha de jamón, lo
convertimos en un placer digno de ferviente adoración. Continúo y me voy
acercando a mi lugar de destino, me extraña que no haya exceso de circulación,
hay pocos vehículos en mi sentido de marcha y menos en el carril contrario. Llego
a la costa y algo me alerta de que éstas no son unas vacaciones como las anteriores; hay muy poca gente por las calles; no está ese bullicio propio de otros años con aceras y paseo marítimo rebosantes de
peatones, terrazas de bares casi con lista de espera para tomar refrigerio, y sin
una plaza de aparcamiento libre; sin esa multitud de bañístas llenando la playa
de color y bronceadores, de hamacas y sombrillas, de relax y jaleo, de arena y
sol. No, no hay alegría, se nota la diferencia.
No, este año no son las
vacaciones habituales, este año, las vacaciones también han hecho su cuarentena.
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