Es bonito recordar situaciones, de cosas que en
nuestra infancia eran diarias y casi generalizadas.
Los que ya rondan o hemos pasado la sexta decena de vida y tuvimos la suerte de haber podido disfrutar
de una infancia en algún pueblo, recordaremos algunas si no todas estas situaciones sobre las que voy a reflexionar.
Casi siempre, estos casos se daban en la llamada “casa
de la abuela”, esa extensa casa que solía tener un primer patio dedicado
a las macetas y su cuidado y un segundo patio que daba para tener una pocilga o cochinera, donde engordar
a un lechón para la época de la matanza,
un gallinero en el que unas pocas gallinas con un gallo, nos surtían de los huevos que fritos con ajitos acompañarían, a esas humildes
y sabrosísimas patatas del huerto,
propio o bien del de algún vecino y unos pimientos
también fritos y colocados sobre trozos de hogaza de ese pan casero que aguantaba tres o cuatro días sin apenas ponerse duro.
Quedaba también una zona (solía ser la zona de la solana del
patio) para colocar en ella, el típico
barreño de zinc, digno sustituto del lebrillo gigante de barro,
a medio llenar de agua y que desde por la mañana, comenzaba a apropiarse de grados centígrados solares para
que, llegada una determinada hora, sirviera a modo de bañera para la casa, en la que no había aún ni agua
corriente, ni mucho menos lo que hoy llamamos cuarto de baño o de aseo, por lo
que a veces, junto al gallinero, solía salirse a hacer las llamadas “necesidades”
aunque de la misma época, la querida “escupidera”(mejor llamada orinal) impidió más de
un paseo al segundo patio en horas intempestivas.
En fin, solo son recuerdos de momentos de vida, que
quedan en la mente archivados para siempre.
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