Una tras otra las
ciudades y pueblos de nuestro territorio van encendiendo, con miles de
colores, sus calles.
Empieza el mes del colorido tanto en ellas como en los hogares, donde los árboles y los belenes marcan la
entrada de la tradición más celebrada.
¿Quién no ha
montado un belén (que suele hacerse a partir del día 8, Inmaculada Concepción) por muy pequeño que sea (solo un portal) para que
envolviera nuestro salón con ese halo de
misterio y paz que diciembre
trae? ¿Quién no ha vuelto a mirar alguno
con ojos e ilusión de niño?
Ese pesebre,
de candil iluminado, que alberga las figuras de José, María y Jesús, acompañados por los dos seres vivos que le
dan calor, por la mula y el buey -aunque
parece ser que no eran así las cosas- eso es lo de menos, lo importante es que en
millones de hogares se instala y a partir de ahí, puede ir agrandándose con
otras figuritas que lo componen y ayudan a crear el clima de una
pequeña ciudad de hace ya más de dos mil años: la estrella, los pastores, el ángel de la
anunciación, los reyes magos, el castillo de Herodes, las lavanderas, los
soldados romanos, los comerciantes de carnes y pescado, de telas, de especias…las
casitas humildes, el rio, las cuevas y los pájaros y animales que se nos
antojen, desde conejos a perros.
Y en la misma
línea de recordar la tradición, en otros hogares, se opta por el árbol. Un árbol del que en principio
colgaban manzanas (símbolo del
primer pecado y demás tentaciones) y
velas (símbolo de la luz que Jesucristo trae al mundo) y que han pasado a
ser esferas de colores diversos y velas. En su punta más elevada, se suele
colocar una estrella, la misma que
sobre el portal de belén y a sus pies, esos regalos que deposita Papa Noel en
la noche del 24.
Las calles, brillan y acompañan un año más, el caminar de corazones ilusionados.
Este año si cabe, con un deseo unánime, que toda esta pesadilla pase pronto.
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