No hay nada mejor
que defina a un pueblo que sus costumbres, su lengua y su gastronomía, todo ello junto a sus múltiples tradiciones.
Las tradiciones (legado de nuestros antepasados como
presente valioso a las generaciones venideras), son tan relevantes que se convierten en una pieza indispensable
para llegar a conocer, en profundidad, la
idiosincrasia de una sociedad.
Pero ¿Qué ocurre
cuando esa tradición pesa demasiado y aplasta con todas sus fuerzas,
convirtiéndose en presión social y anulando la voluntad de la persona, llegando
a hacerse difícil de soportar?
¿Quién no ha pagado
un precio elevado, como puede ser un
enfado familiar, o el desencuentro
con un amigo al no haber acudido a una
cita que nos parecía inoportuna o,
simplemente, por no aceptar de buen
grado, alguna de las múltiples costumbres
sociales: Tomar uvas en Nochevieja; visitar el camposanto el día 1 de
Noviembre (cuando es mejor cualquier otro día) o tomar una copa de vino (aunque
te siente fatal) para celebrar un acontecimiento?
Recordando la tan acertada frase “Yo soy yo y mis circunstancias” de nuestro gran filósofo Ortega y
Gasset, la persona debe ser
feliz sin justificarse ante nadie, ni teniendo que dar demasiadas
explicaciones.
Claro que sí…¡querida y valorada TRADICIÓN! Pero, sin ignorar en ningún momento, la voluntad
individual (libertad) de los
miembros, que conforman ésta, nuestra sociedad.
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