Estamos justo a un mes para que la ansiada Semana Santa vuelva a inundar las calles de
nuestros pueblos y ciudades con procesiones, capirotes, velas, cera, olores a
incienso y azahar, saetas, bullicio y silencio a compás, vaivén de los
costaleros que portan la imagen y sobre todo, el respeto por la tradición.
Después de dos
años sin poder efectuar los recorridos, sin poder dar esplendor a las
calles por culpa de esta recalcitrante pandemia que nos ha mantenido
enclaustrados, las ganas de volver a la
normalidad es tanta que no nos atrevemos ni a pensar que un año más, algo
pueda fastidiar el acontecimiento. Y cuando digo que no nos atrevemos a pensar,
más bien debería decir que no queremos
pensar, pues, a todos nosotros se
nos ha pasado ya por la cabeza, que son pocas las semanas santas, que cayendo
en abril, no se mojan.
Es verdad, suele ocurrir, a pesar de que no nos hace ninguna gracia que, tras un
año de preparación y mimo y cuidado para que todo salga bien, viene una
tormenta con mala cara y nos echa por tierra todo ese trabajo y esa ilusión que
hemos ido atesorando para la llegada del día esperado. Pero, el hecho de no querer pensarlo, no significa que no haya esa posibilidad,
y más en un año en que todo un invierno
no ha sido capaz de aportar la cantidad mínima de lluvia que nos permitiera
pensar en positivo. ¿Será la primavera del
próximo 21 de Marzo, la encargada de remojar nuestras tierras y de intentar reponer la necesaria agua en nuestros
secos pantanos?
Cerca estamos de conocer si es o no así. La disyuntiva es si ¿preferimos lluvia y
poder embalsar agua para el calurosísimo verano que nos espera, teniendo que
dejar un año más los pasos montados en sus tronos y en sus templos o, por el
contrario, preferimos que salgan en
recorrido y llenen nuestras calles de religiosidad, fe y también de turismo y
alegría?
Solo estamos a un mes de
obtener la respuesta.
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