¿Recordáis? 7.45 de la mañana, suena ese despertador tan odiado en otros
tiempos y tan querido en estos momentos en los que, para mí, no es tan necesario. A la ducha,
higiene personal y tras vestirme, bajo a mi cafetería habitual a mi diario
desayuno de café y tostada con aceite puro de oliva virgen extra (que para eso
lo da mi tierra) y mi tomate natural triturado, que también de ello podemos
decir que tenemos en abundancia en esta tierra.
Allí, como de costumbre, me siento a gusto, ni siquiera
pido mi desayuno, ya es conocido de sobra por P. o por L. (las dos chicas que
suelen servir las siete mesas con las que cuenta el local). Algunas, casi se
puede decir que están reservadas, pues tal es el hábito que tenemos todos los
presentes de sentarnos en las mismas, y en las que la charla con unos y otros, hace más ameno aún ese rato de relax,
que es el inicio de un nuevo día de ajetreo y prisas.
Casi las 9, el continuo pasar por las aceras de mochilas
con ruedas empujadas o tiradas por pequeños hombres y mujeres me recuerdan que
es un día hábil, y que están a punto de empezar las clases. Entran a hacer el relevo las
primeras madres que han dejado ya a sus hijos en la fila de su curso correspondiente. Llegan riendo y alterando un poco el estado de relax que se respiraba
hasta el momento en la cafetería. Es hora de pagar y salir a empezar el día de
compras y quehaceres rutinarios. Frutería, pescadería, (charla con dos vecinos)
panadería, carnicería, supermercado…(cruce y saludos con los conocidos ).
Ya en casa, colocar los productos adquiridos y limpieza
de hogar, lavadora, plancha si la hubiere…
Pasan rápidamente las horas y casi son ya las 13.15, y
eso indica que es hora de dejar lo que entre manos se tenga y bajar al bar, a
tomar alguna cerveza con los amigos y vecinos que están en él, por si mañana no pudiéramos... Pero esta parte la contaré otro día.
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