Esta mañana, junto a la mesa donde desayunaba una reconstituyente taza de café y una extraordinaria tostada con aceite y
tomate, empecé a oír las siguientes alabanzas…
¡ay mi chiquitína!, ¡ven, ven y siéntate aquí y pórtate bien!
No, te he dicho muchas veces que eso no se hace, a mami eso no le gusta y como te portes mal se
lo digo a papi. Toma, ¡ummm que rico! Despacio, despacio, así tranquila, ahora
te doy más pero siéntate bien. Sabes, esta tarde vamos a ir de paseo a casa de la tita para que juegues un rato en su
patio, y si te portas bien te compraré una chuche, sí, sí, ¡una chuche para mi
niña!, de las que le gustan a ella.
Oyendo esto a mis espaldas, me vino rápidamente a mi
pensamiento, el mimo y el cariño con que los abuelos les hablan a sus nietos,
en ausencia de sus padres, cómo intentan que su relación sea lo más afectiva
posible e incluso tratan de calmar los
nervios y encauzar sus actitudes por el que ellos entienden que es el camino recto.
Y creció más aún mi admiración por ellos.
¡No, no, suelta eso!, No, he dicho que no, que lo sueltes,
trae, trae aquí. Eres una niña muy muy mala, se lo voy a decir a papi y verás.
Entonces fue cuando se oyó un único, penetrante y hasta lastimoso ladrido el que me hizo volver bruscamente de nuevo a la realidad. No había ninguna abuela , ni ninguna nieta , la señora hablaba así a su perrita. ¡Ay, esta sociedad!
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