Aquella mañana
se había levantado con un ánimo diferente al habitual; ella se lo
notaba. Hoy se encontraba extrañamente
feliz, diferente, casi diría que irreconocible. Era una de esas mañanas que
sin saber el porqué, son fruto de una noche de ensoñaciones alegres y de
paisajes muy agradables, que no dejaban de llenar de luz y color su dormida
mente y que trasladaban esa agradable sensación de máxima alegría por un día nuevo y lleno de esperanza, por
un día de felicidad plena.
Iba calle abajo;
sin nada concreto que hacer, solo por el simple placer de pasear por donde más le apetecía, solo para recorrer esa
distancia tan corta en el corazón y que sin embargo, se tornaba larga en la
realidad de la geografía urbana de su pequeño
pueblo , donde se había criado desde que nació, donde había asistido a su
primeras clases en aquella escuela
unitaria, que tan enorme por aquel entonces le parecía; donde había
cosechado sus primeras amistades;
esas que jamás le han abandonado , esas con las que comparte sus vaivenes
vitales aun hoy. Iba saludando a
quien como ella, caminaba por la calle. Se le veía feliz, con un halo de vitalidad
y de sonrisa enclaustrada, pero
visible en su alma.
Por fin, la habían
llamado desde el asilo (hoy residencia de mayores), por fin cumpliría su
deseo, ese para el que había estado haciendo unos cursos que la capacitaran y
que hicieran coincidir su preparación
laboral con su auténtica vocación de
ayuda a los demás, a los más necesitados, a los más solitarios y más
abandonados, a los que más faltos de cariño se encuentran, a nuestros
mayores. Ella que había podido disfrutar muy poco tiempo de sus abuelos
(tanto maternos como paternos) ahora iba a tener todo el tiempo del mundo para dedicárselo
a otros.
Ella iba calle abajo,
sonriente, feliz. Mañana, empezaría
su trabajo.
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