Aquella mañana, comentan que la habían visto por la acera
de la derecha de su calle con el característico andar pausado que la edad le confería. Iba con un bolso negro colgado de su brazo izquierdo
y su mano derecha sujetaba la empuñadura del carrito de la compra de
cuatro ruedas, ese que unos reyes magos de años atrás, su hijo, el menor, le
había regalado para que cuando tuviese que ir a comprar, no cargase más sus
maltrechas articulaciones, a causa no tanto de la edad, sino de la tremenda
carga de trabajo que a lo largo de los años, en ellas se acumulaba.
Había sido esposa y madre cuidadora de sus hijos al
principio de una guerra fratricida, y cuando su esposo faltó a causa de ella,
hubo de enfrentarse sola a las circunstancias que aquello le reportaba y buscó
trabajo…
Su hermana, soltera, le echó una mano en el cuidado de
los hijos. Trabajaba por poco más de la comida, tan escasa y racionada en
aquella época, y como diría el dicho andaluz “echaba más horas que un reloj”
pero su familia, sus hijos, lo necesitaban y ahí estaba ella, cumpliendo con
esa misión.
Aun así, cuando regresaba a la casa todavía tenía fuerzas
y ánimo suficiente como para regalarle a sus hijos esos maravillosos momentos
que transformados en recuerdos, aún hoy mantienen.
Pero aquella mañana, realizó parte de
su compra en el supermercado, cuando salió, se sintió indispuesta, se sentó en un banco
para intentar descansar y recuperarse.
Sacó su abanico del bolso, se empezó a abanicar y tras
tres o cuatro medios giros de su muñeca derecha, su cabeza se inclinó suavemente
sobre su pecho (como si se durmiese apaciblemente)… el abanico cayó al suelo y
un niño, que jugaba en aquella amplia acera, se acercó para cogerlo y dárselo.
No pudo ser, la señora había dicho adiós a este mundo de
la misma forma en que había pasado por él, del mismo modo en que lo hacen los
de su generación, repartiendo cariño y amor sin pedir nada a cambio, valiéndose por sí misma, sin hacer ruido, sin molestar a
nadie…
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