lunes, 14 de enero de 2013

DESPERTAR ANGUSTIOSO.-

Aquella mañana, el día no se despertaba como de costumbre. El cielo estaba encapotado y una densa niebla parecía confabular con la incógnita. No había sonado la alarma de mi teléfono móvil (menos mal que al menos esa era una aplicación a la que se le sacaba provecho), no entendí que había ocurrido,  y fue el hábito adquirido el que me hizo sobresaltarme y de un respingo, colocarme en pié junto a la amplia y acogedora, a la vez que calentita, cama.
Sobrecogido, corrí a mirar el reloj de muñeca, que como cada noche había colocado encima de la cómoda, para no aprisionar la extremidad y dejar fluir libremente la sangre por mis venas. Las 8.30, ya había desperdiciado cuarenta y cinco minutos de ese día y con ello la consecuente demora de mis actividades productivas. Pero aún tenía tiempo, aún contaba con quince minutos para asearme, afeitarme, dientes, y un frugal desayuno. Saldría a la calle, tomaría el coche, me toparía con 3 semáforos, que con suerte estarían en verde y me llevaría hasta las puertas mismas de mi puesto de trabajo y aún podría aparcar fácilmente pues alguien estaría haciendo lo mismo que yo, saliendo para ir a su trabajo.
Ya frente al espejo, preparado para rasurar mi barbilampiña cara, caí en la cuenta de por qué no había sonado la alarma, de por qué no la había puesto yo.
Hoy era, el primero de mis días de jubilado.

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